El Salvador es la patria espiritual de las pandillas callejeras más conocidas de Centroamérica: la Mara Salvatrucha (MS13) y Barrio 18. Durante años, estas pandillas aterrorizaron a los barrios urbanos pobres de todo el país, pero parecen haber sido desmanteladas en gran medida tras una brutal y controvertida ofensiva gubernamental que ha encarcelado a más del 1,5% de la población salvadoreña por presuntos vínculos con las pandillas desde principios de 2022.

El país también es un actor relativamente pequeño en el narcotráfico. Sirve como punto de almacenamiento y tránsito en la costa pacífica, y un puente terrestre para la cocaína que viaja entre Honduras y Guatemala con destino a México y Estados Unidos. 

Geografía

El Salvador es un país pequeño, cuya alta densidad poblacional y terreno montañoso impiden a los traficantes transportar mercancías por vía aérea. No obstante, el país alberga rutas de contrabando terrestre que se han utilizado durante décadas para traficar migrantes, armas, contrabando y drogas ilícitas. La porosidad de las fronteras con los países vecinos, Honduras y Guatemala, facilita la entrada y salida de mercancías ilegales. Además, la corta línea costera de El Salvador ofrece a los traficantes numerosos lugares para descargar y reenvasar las drogas en cantidades más pequeñas para el viaje hacia el norte o la distribución y venta en el mercado interno de drogas del país.

Historia

En 1992, tras más de una década de guerra civil que dejó más de 75.000 muertos, el gobierno salvadoreño y la guerrilla izquierdista firmaron un acuerdo de paz. Los acuerdos de paz fueron aclamados como un éxito por la comunidad internacional, especialmente los esfuerzos por crear una fuerza policial integrada que incluyera a miembros de la coalición rebelde, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Sin embargo, la violencia en El Salvador no terminó con la guerra. Por el contrario, los acuerdos abrieron un nuevo tipo de conflicto, que ha dado lugar a una agitación política y social que ha desbaratado el logro que los acuerdos representaron en su momento.

La primera fase de la ola criminal de posguerra incluyó tanto a antiguos militares como a excombatientes. Algunos exguerrilleros, por ejemplo, nunca entregaron las armas y crearon empresas criminales, dedicándose al robo de automóviles, el secuestro y el tráfico de migrantes.

La segunda fase llegó con el surgimiento de las pandillas callejeras, comúnmente llamadas “maras”. Surgieron dos pandillas dominantes: la MS13 y Barrio 18. Los jóvenes pobres de las ciudades se sintieron atraídos por estas bandas. Los problemas sociales —como la marginalización, la falta de acceso a servicios básicos y oportunidades educativas, y las familias desestructuradas— también propiciaron su crecimiento. Mientras tanto, la repatriación de sus miembros desde Estados Unidos hizo que las pandillas siguieran el modelo de las pandillas callejeras estadounidenses. La cultura de la violencia preexistente y el acceso a las armas heredadas de las guerras civiles de la región alimentaron los asesinatos entre pandillas.

El gobierno respondió a la amenaza planteada por las pandillas con un enfoque de mano dura. Esta represión, además de duplicar la población carcelaria, sirvió para marginar aún más a la juventud del país y estimuló el reclutamiento de las pandillas. Dentro de las prisiones, estos grupos construyeron centros de operaciones para gestionar sus actividades sin temor a la ley ni a las pandillas rivales.

Las pandillas se dedicaban principalmente a la extorsión, la distribución de drogas a nivel local y el secuestro. Vendían marihuana, crack, cocaína en polvo y anfetaminas en barrios empobrecidos. En raras ocasiones, también eran contratados por organizaciones más grandes para actuar como sicarios o realizar otras tareas específicas. Otras veces, los miembros más ambiciosos de las pandillas intentaron expandirse hacia la distribución de drogas a gran escala y el tráfico internacional, aunque con un éxito limitado.

En marzo de 2012, el gobierno salvadoreño y líderes de la Iglesia católica local negociaron en secreto una tregua entre las pandillas Barrio 18 y MS13, otorgando concesiones a los líderes de las pandillas encarcelados a cambio de una reducción de la violencia. Como parte de la tregua, el gobierno estableció “zonas de paz”, o áreas en las que las pandillas se comprometían a poner fin a la actividad delictiva, y el gobierno prometió retirar al ejército. Tras su aplicación, la tregua provocó un descenso de los homicidios, pero la violencia comenzó a aumentar de nuevo en 2014, cuando la tregua empezó a deshacerse. Los detractores de la tregua han puesto en duda su eficacia para reducir los homicidios, y algunos sostienen que la tasa de homicidios era artificialmente baja porque los miembros de las pandillas “desaparecían” a las víctimas.

La tregua dio lugar a un debate sobre la naturaleza de las pandillas. En concreto, se temía que la tregua les permitiera volverse más cohesionadas y sofisticadas. De hecho, existen informes de reuniones entre líderes de las pandillas y organizaciones criminales mexicanas —como los Zetas y, más recientemente, el Cartel Jalisco Nueva Generación— que apuntan a aparentes intenciones de entrar en el tráfico transnacional de drogas. Sin embargo, se trata de casos excepcionales, y los funcionarios de seguridad consideran que estas pandillas son demasiado desorganizadas como para convertirse en socios fiables.

La ruptura de la tregua contribuyó a una escalada de la violencia en El Salvador. En particular, durante 2015, las pandillas intensificaron los ataques contra las fuerzas de seguridad del país, una medida que algunos observadores consideraron un medio para presionar al gobierno para reanudar las negociaciones de la tregua y otorgar ciertas concesiones a las pandillas. La violencia entre pandillas y dentro de ellas también aumentó. A finales de 2015, El Salvador tenía una tasa de homicidios de más de 100 por cada 100.000 habitantes, la más alta del mundo fuera de una zona de guerra. La violencia, sin embargo, disminuyó y se estabilizó a lo largo de 2016 y principios de 2017.

El presidente Nayib Bukele llegó al poder en junio de 2019, prometiendo reducir la violencia y aumentar la seguridad. Durante el su primer año en el cargo, la tasa de homicidios de El Salvador se desplomó de 51 por cada 100.000 habitantes en 2018 a 36 por cada 100.000 en 2019. Esa cifra se redujo a más de la mitad en los dos años siguientes, llegando a 17,6 por cada 100.000 en 2021. El país no había experimentado una reducción tan radical de la violencia desde el final de la guerra civil.

El gobierno de Bukele atribuyó el descenso histórico de los homicidios violentos al plan de seguridad insignia del gobierno, el denominado Plan de Control Territorial, un programa poco transparente de siete puntos que parecía reflejar en gran medida las políticas de mano dura de los gobiernos anteriores.

Pero la naturaleza sin precedentes de la caída también desató rumores de algún tipo de nuevo acuerdo entre el gobierno de El Salvador y las pandillas. Eso quedó confirmado en septiembre de 2020, cuando el medio salvadoreño El Faro publicó una investigación documentando cómo altos funcionarios del gobierno habían estado entablando conversaciones con líderes de pandillas encarcelados desde al menos octubre de 2019, con la intención de reducir la violencia. Algunos de los funcionarios involucrados en el supuesto diálogo también habían trabajado con Bukele cuando era alcalde de San Salvador, época en la que su administración municipal negoció con las pandillas como parte de los esfuerzos para revitalizar el Centro Histórico de la capital.

Las negociaciones secretas consiguieron reducir considerablemente las muertes violentas hasta marzo de 2022, cuando las pandillas presuntamente asesinaron a 87 personas en 72 horas. El gobierno de Bukele respondió a la masacre decretando un estado de excepción en todo el país, suspendiendo algunos derechos constitucionales y relajando las normas sobre detenciones. Lo que siguió fue un frenesí de arrestos sin precedentes, en el que las fuerzas de seguridad capturaron a decenas de miles de presuntos miembros de pandillas y colaboradores en una despiadada campaña de mano dura. La rapidez y la magnitud de las detenciones diezmaron las filas de las pandillas. Quienes no fueron detenidos tuvieron que esconderse o exiliarse.

El estado de emergencia se ha prolongado por más de dos años, durante los cuales las fuerzas de seguridad han logrado desarticular la mayoría de las estructuras, operaciones y comunicaciones de las pandillas. La violencia ha alcanzado nuevos mínimos. En 2023, El Salvador registró 2,4 homicidios por cada 100.000 habitantes, la tasa más baja de América Latina.

Los avances en materia de seguridad han ayudado a Bukele a mantener unos índices de aprobación por las nubes en El Salvador. Sin embargo, su campaña contra las pandillas también ha suscitado críticas de grupos de derechos humanos y de la sociedad civil, que han documentado miles de presuntos abusos cometidos durante la represión, incluidas detenciones arbitrarias y torturas en prisión.

Mientras tanto, se ha hecho poco para abordar las causas subyacentes de la violencia de las pandillas, en particular la pobreza y la exclusión social. También hay cuestionamientos sobre la capacidad del gobierno para mantener políticas de seguridad tan agresivas a largo plazo, o sobre la posibilidad de que los remanentes de las pandillas se reagrupen si la represión termina.

Grupos criminales

Además de las pandillas, El Salvador también cuenta con redes de transporte de drogas, conocidas como “transportistas”. Estos grupos empezaron a mover contrabando a través de las fronteras con Honduras, Nicaragua y Guatemala durante la guerra civil. Siguen utilizando estas rutas para trasladar migrantes, contrabando, mercancías pirateadas y drogas ilegales.

Los transportistas suelen operar con la ayuda de funcionarios de fronteras, policías y militares corruptos. No están vinculados a ninguna organización de narcotraficantes en particular. Por el contrario, ofrecen sus servicios a carteles colombianos y mexicanos, incluidos poderosos grupos mexicanos como el Cartel de Sinaloa y, en el pasado, los Zetas. Aunque los transportistas son responsables de los cargamentos de droga que transitan por El Salvador, la violencia de las pandillas ha sido históricamente el motor de gran parte de la delincuencia violenta del país.

Fuerzas de seguridad

En 2022, El Salvador contaba con unos 24.500 efectivos activos en sus fuerzas armadas, lo que la convertía en la fuerza militar más grande de Centroamérica, y más de 27.400 agentes en la Policía Nacional Civil (PNC). Históricamente, ser policía en El Salvador ha sido un trabajo extremadamente peligroso y mal remunerado. En 2014, las fuerzas de seguridad se convirtieron cada vez más en blanco de ataques por parte de miembros de pandillas, lo que provocó deserciones de la PNC. Para suplir las deficiencias y la falta de recursos, El Salvador ha recurrido habitualmente a los militares para realizar tareas policiales. En 2019, por ejemplo, el gobierno, como parte del Plan de Control Territorial de Bukele, desplegó 3.000 soldados para recuperar territorio en municipios afectados por pandillas. Bajo el estado de emergencia, Bukele ha confiado en los militares para facilitar las detenciones masivas y, en algunos casos, rodear comunidades enteras con la esperanza de expulsar a los miembros de las pandillas.

A lo largo de las batallas de las fuerzas de seguridad con las pandillas callejeras, ha habido indicios de que funcionarios policiales y militares han participado en ejecuciones extrajudiciales de presuntos delincuentes.

Sistema judicial

La debilidad del sistema judicial ha agravado durante mucho tiempo la inseguridad general de El Salvador. La mayoría de los delitos quedan sin resolver, y los sospechosos pueden pasar años tras las rejas antes de enfrentarse a un juicio.

La corrupción en el sistema judicial de El Salvador ha sido otro problema clave.  Se ha descubierto que algunos jueces aceptaban sobornos de grupos criminales a cambio de favores.  Además, el proceso de selección para nombrar a los jueces del Tribunal Supremo se ha visto obstaculizado por representantes del Congreso vinculados a la corrupción y el crimen organizado.

La debilidad del sistema judicial salvadoreño también ha contribuido al fenómeno de los escuadrones de la muerte, con casos de ciudadanos y posiblemente policías que llevan a cabo una “limpieza social” de delincuentes y otras personas consideradas indeseables.

Bajo el mandato del presidente Bukele, las principales instituciones judiciales se han alineado con los intereses del gobierno. En 2021, el presidente aprovechó la abrumadora mayoría de su partido en la asamblea legislativa del país para reorganizar a su favor a los jueces del Tribunal Supremo. Los legisladores afines a Bukele también destituyeron al fiscal superior del país, que investigaba la corrupción gubernamental. La Asamblea Legislativa también depuró el poder judicial a finales de 2021, despidiendo a decenas de jueces. Muchos de los sustitutos tienen vínculos con el gobierno de Bukele.

La alineación de estas fuerzas prácticamente ha borrado la independencia judicial, ayudando al presidente a llevar las medidas de seguridad de mano dura a nuevas dimensiones. Los tribunales han guardado silencio ante la violación sistemática de las garantías procesales, mientras que los fiscales han contribuido a facilitar oleadas de detenciones dudosas, muchas de ellas basadas en pruebas escasas o inexistentes.

El gobierno también ha aprobado leyes para abrir juicios masivos a grupos de hasta 900 presuntos miembros de pandillas, lo que aumenta la preocupación por el derecho a un juicio justo. El primero de estos juicios, en el que están implicados casi 500 acusados, comenzó en febrero de 2024.

Prisiones

Las cárceles de El Salvador están notoriamente hacinadas. Años de estricta legislación contra las pandillas han llenado los centros penitenciarios del país por encima de su capacidad. El estado de excepción de Bukele ha agravado el problema: a finales de 2023, las cárceles de El Salvador albergaban a más de 105.500 detenidos, más del doble de la capacidad estimada del sistema penitenciario. La detención preventiva contribuye al hacinamiento desenfrenado, al igual que la suspensión del derecho constitucional a la defensa legal bajo el estado de emergencia, que ha dejado a los sospechosos languideciendo en prisión durante meses o años antes de ver a un juez.

En el pasado, las cárceles de El Salvador se dividían en función de las pandillas, y los miembros de cada grupo eran enviados a distintas prisiones. Esta política permitió a la MS13 y al Barrio 18 establecer un dominio total sobre las prisiones que controlaban, convirtiéndolas en centros de reclutamiento, de operaciones y de consolidación; eran, en muchos sentidos, cuarteles generales de facto de las pandillas. Esto se vio facilitado por la escasez de personal y de recursos de las instalaciones, lo que significaba que los guardias de prisiones solían quedar relegados a la vigilancia de los muros de la prisión, dejando a los reclusos el control de la vida cotidiana.

Durante esta época, se esperaba que los miembros libres de las pandillas mantuvieran a los que estaban entre rejas enviándoles dinero y suministros. Los líderes de las pandillas encarcelados a menudo dirigían la actividad delictiva en las calles a través de teléfonos celulares y mensajeros. Esta relación simbiótica se basaba en parte en la lógica de que todos los miembros de las pandillas, en un momento u otro, pasarían un tiempo en la cárcel y, una vez allí, necesitarían la protección de la pandilla para sobrevivir: una forma de “seguro de prisión”. Los líderes de las pandillas MS13 y Barrio 18 han estado tradicionalmente recluidos en centros de máxima seguridad, como la tristemente célebre prisión de Zacatecoluca, también conocida como “Zacatraz”.

La situación de las prisiones ha experimentado una transformación radical. El cambio fue gradual: en 2015 se revirtió la política oficial de segregación de las pandillas. Luego, la administración del presidente Salvador Sánchez Cerén recuperó cierto control tras las rejas con la promulgación de medidas de seguridad de mano dura destinadas a cortar las comunicaciones entre pandillas. En 2020, Bukele aceleró el proceso, colocando a miembros de la MS13 y Barrio 18 en celdas comunes y privando a los presos del sol. El gobierno también ha recurrido a medidas extremas para reprimir la actividad de las pandillas en las prisiones tras la llegada masiva de presuntos miembros de pandillas durante el estado de excepción. Los informes procedentes de las prisiones sugieren que las autoridades mantienen ahora un control casi absoluto entre rejas y someten a los presos a palizas y tortura psicológica de forma rutinaria.