Con la sirena encendida y esquivando el congestionado tráfico matutino de Tegucigalpa, la patrulla de la Policía Penitenciaria de Honduras llega casi volando al Hospital Escuela. En el maletero se encuentra Adriana*, una expandillera de la Mara Salvatrucha 13 (MS13), junto a otras dos mujeres, mientras presiona con fuerza su pierna con las manos para tratar de contener la hemorragia.
Los paramédicos y policías comienzan a bajar a las mujeres que, al igual que Adriana, están gravemente heridas por balas o por cortes de machete. Dos son colocadas en camillas y rápidamente ingresadas al quirófano. Mientras tanto, a Adriana la ubican en la acera, en donde espera su turno para recibir atención médica.
En ese momento, un llanto incontrolable se apodera de ella. Un reportero se acerca y le pide que relate lo sucedido. Pero ella no puede contener las lágrimas. Se tapa la cara con las manos y su larga cabellera negra, y solo alcanza a decir: «se metieron al módulo con una AR15. Las de la 18».
Lo ocurrido esa mañana del 20 de junio de 2023 en la Penitenciaria Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS), ubicada en la localidad de Támara a cuarenta minutos de la capital, podría haber sido la masacre más mortífera registrada en una prisión femenina en Latinoamérica.
Al menos 46 reclusas habían sido asesinadas en medio de un incendio y una ráfaga de balazos lanzados por presuntas integrantes de la pandilla Barrio 18, que habían logrado salir de sus celdas para atacar a sus rivales de la MS13, según la versión de las autoridades y medios hondureños.
Aunque para las mujeres de la PNFAS esta masacre no había sido una casualidad, pues durante meses habían reportado un aumento en la tensión entre pandillas, a los altos mandos del sistema penitenciario parecía tomarlos por sorpresa.
Era evidente que habían subestimado el potencial de violencia que existía entre las reclusas. Esto a pesar de que, tres años antes, en mayo de 2020, el Barrio 18 había asesinado brutalmente en el penal a seis mujeres, supuestamente coloboradoras de la MS13, a golpes y con armas blancas.
En abril de 2023, apenas dos meses antes de la reciente tragedia, InSight Crime visitó la PNFAS y entrevistó a 30 reclusas y al personal penitenciario. Entre ellas estaba Adriana, quien había sobrevivido a la masacre del 2020 luego de pasar varias horas escondida.
«Yo tengo mucho miedo, acá no nos protegen», nos dijo.
PartE 1
La primera explosión de la PNFAS
Cuando Adriana llegó a la PNFAS en septiembre de 2016, a sus 23 años, supo de inmediato que como pandillera de la MS13 tendría que pelear.
Ella ya estaba familiarizada con la dinámica en las prisiones y conocía los riesgos que implicaba estar presa. Había visitado anteriormente a compañeros de pandilla, a su hermano e incluso a su esposo. Este último estuvo recluido en la Penitenciaria Nacional de Támara, ubicada a menos de un kilómetro de la PNFAS.
Adriana presenció de primera mano el hacinamiento y la corrupción en los penales varoniles. También sabía que varias secciones de estos espacios estaban totalmente gobernadas por pandillas, quienes encontraban maneras de introducir armas y otros objetos de contrabando. Y aunque los enfrentamientos eran comunes, se sentía tranquila sabiendo que las autoridades separaban a las pandillas, asignándoles secciones exclusivas.
Así que, cuando llegó su turno, estaba preparada para enfrentarse a estos retos.
Sin embargo, en la PNFAS encontró una situación caótica y nada parecida a lo que se había imaginado.
Las mujeres asociadas a la MS13 estaban dispersas por todo el penal, mezcladas con sus rivales del Barrio 18, quienes eran mayoría, y con la población general que no pertenecía a ninguna pandilla. No había secciones de máxima seguridad, por lo que una mujer presa por un delito menor podía compartir celda con otra acusada de múltiples homicidios y crimen organizado. Además, pocos meses después de su llegada, las autoridades trasladaron a varias cabecillas de ambas pandillas desde el penal de San Pedro Sula, que precisamente fue clausurado por problemas de violencia y corrupción.
Así, la PNFAS quedó como el único penal exclusivo para mujeres en el país.
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Esto creó un ambiente propicio para altercados, amenazas, insultos y agresiones constantes entre ambas pandillas. Al ser minoría, las mujeres asociadas a la MS13 estaban aterradas. Y las mujeres de la población general vivían en constante estrés al sentirse expuestas a los enfrentamientos.
«Aquí era tan horrible porque esas mujeres del [Barrio] 18 caminaban afuera y golpeaban a [todas las reclusas], caminaban viendo por qué caía cada una, y le hacían la vida imposible», aseguró Adriana.
Varias reclusas, tanto de la MS13 como de la población general, habían solicitado a las autoridades que separaran a las pandillas y las alojaran en módulos específicos, según los testimonios que recogimos. Sin embargo, estas peticiones fueron ignoradas durante años.
Adriana pronto entendió que tendría que protegerse.
Durante sus primeros meses, intentó mantener un perfil bajo. No compartía muchos detalles sobre su vida, evitaba responder preguntas, ignoraba los insultos y no se metía en problemas. Tampoco participaba en talleres, cursos o capacitaciones que se ofrecían en el penal, pues no quería que las dieciocheras la identificaran. Decidió volverse invisible.
Pero eso no duró mucho. La tensión entre ambas pandillas se acumulaba. Adriana recuerda que las integrantes del Barrio 18 acosaban a las mujeres más jóvenes vinculadas a su pandilla y a las que acababan de ingresar al penal.
Fue entonces cuando decidió que no le quedaba otra opción más que tomar al toro por los cuernos y asumir su identidad como pandillera de la MS13.
La peleona del Pacífico
Adriana creció en la costa Pacífica, cerca de la frontera con Nicaragua, y desde niña se desenvolvió en un ambiente de pandillas.
En esta zona operan algunas clicas —o células— de la MS13, pero suelen estar eclipsadas por organizaciones de narcotráfico y dedicarse únicamente a actividades depredadoras, como la extorsión. No tienen el mismo poder que alcanzan las clicas de Tegucigalpa o San Pedro Sula, las cuales controlan mercados criminales en numerosos barrios e incluso tienen injerencia en negocios legales, como la venta de vehículos, bares y empresas de transporte.
Fue en esos pequeños grupos de jóvenes que delinquían en las periferias de su ciudad en donde Adriana encontró una familia que la acogió, a pesar de su personalidad agresiva y hostil, que era rechazada en otros entornos.
«Yo era muy peleona. Demasiado agresiva y respondona. Si alguien me ofendía los insultaba y los golpeaba», relató Adriana a InSight Crime desde el Módulo 1, donde se encontraba sentada en una pequeña silla de plástico, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza descansando entre sus palmas llenas de callos.
Inicialmente, Adriana se dedicó a asumir los pocos roles que había disponibles para ella. La mayoría de las mujeres vinculadas a la MS13 en Honduras no son integrantes activas, sino actúan como «colaboradoras». Esto se debe a que desde principios de los 2000, la pandilla prohibió la entrada de mujeres a sus filas. Bajo esta dinámica, las mujeres pueden recibir pagos por las tareas que realizan, obtienen cierta protección de otros grupos criminales, pero no se consideran formalmente parte del grupo.
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Sin embargo, esta norma no es uniforme y puede haber excepciones. En el caso de Adriana, por ejemplo, ella era responsable de hacer «mandados», como recoger el dinero de las extorsiones, distribuir droga o enviar mensajes. Sin embargo, nunca encontró satisfacción en este trabajo. Sabía que podía dar más. Por eso, tras más de diez años de colaborar y «trabajarles», Adriana pidió oficialmente formar parte del barrio, término que utiliza la MS13 para referirse a la pandilla.
Previo a la prohibición, era común que las aspirantes eligieran un ritual para brincarse o ser iniciadas en la pandilla. La primera opción implicaba ser penetrada por varios hombres. La segunda opción era el mismo rito que seguían los aspirantes varoniles: aguantar una serie de golpes y patadas durante trece segundos. Dentro de la cultura patriarcal que prevalece en la pandilla, optar por la segunda opción otorgaba mayor valor y respeto a las mujeres.
Sin embargo, Adriana cuenta que, en su caso, los jefes locales solo le pidieron llevar a cabo una «misión». No especificó en qué consistía, pero generalmente esto se refiere a cometer un asesinato para demostrar su valía.
Determinada, Adriana cumplió. Logró romper la barrera y convertirse en parte activa de la pandilla. Se sentía empoderada y finalmente valorada en ese mundo de hombres.
Sin embargo, no tuvo tiempo de desempeñar su nuevo papel. Tan solo dos semanas después de su iniciación fue arrestada por extorsión.
La violencia como protección
Aunque Adriana no conocía a nadie en la PNFAS, el pertenecer a la MS13 le garantizaba que sería acogida por ese grupo.
La pandilla funciona como un conjunto de diversas facciones unidas solamente por normas e identidades compartidas. Adriana se identificaba como emeese, y eso era suficiente para que sus compañeras de Tegucigalpa y San Pedro Sula la reconocieran, así nunca hayan tenido contacto previo.
Entre todas, Adriana resaltó por su personalidad violenta, que fue apreciada por las líderes de la pandilla. En menos de un año, se ganó su confianza y asumió el papel de «coordinadora».
Su responsabilidad consistía en recibir a las mujeres vinculadas con la pandilla recién ingresadas al penal, administrar los recursos que enviaba la pandilla desde el exterior y asegurarse de mantener la unidad entre todas las mujeres asociadas a la MS13.
Se convirtió también en la fuerza bruta de la pandilla en la PNFAS, en el músculo que protegía a sus compañeras de la violencia de sus rivales, utilizando más violencia.
«Yo pasé un buen rato golpeando cipotas [mujeres]. Golpeaba a quien me provocara. A una le quebré la cara y le arranqué un diente», contó Adriana mientras hacía movimientos con sus robustos brazos en el aire, expresando el relato de manera vívida.
A medida que su posición se fortalecía, el Barrio 18 comenzó a identificarla y las amenazas no tardaron en llegar.
«Me decían que me iban a matar, que faltaba poco para morirme. Pero yo me reía en su cara. Les decía ‘por mi barrio vivo y por la Mara moriré'», recordó.
Durante los siguientes dos años, Adriana no dejó de meterse en problemas. Imponía su voluntad mediante golpes, tanto contra sus propias compañeras de pandilla si la desobedecían como contra las pandilleras del Barrio 18 si la insultaban.
Hacia mediados de 2019, luego de verse involucrada en una de esas golpizas, fue confinada por las autoridades penitenciarias a un lugar conocido como «La Plancha». Un pequeño espacio sin luz ni agua, con escasa ventilación y poca comida, en el que estuvo encerrada ocho meses con otras cinco mujeres también castigadas por malos comportamientos.
«Fue una temporada bien fea. Creo que mi piel se puso hasta amarilla», dijo Adriana.
Esos meses fueron un parteaguas. Después de toda una vida de violencia, Adriana asegura haber sufrido tanto que se prometió mantenerse alejada de problemas, distanciarse de la pandilla y buscar una salida del mundo criminal mediante la religión, la manera más común y aceptada para retirarse. Así esperaba evitar riñas, que el Barrio 18 la dejara en paz y, ojalá, se olvidaran de ella.
Pero era demasiado tarde.
Adriana tenía una diana en su espalda.
La primera masacre
Después de La Plancha, Adriana fue trasladada al Módulo 2, donde convivía principalmente con reclusas de la población general. En la PNFAS, los módulos son pabellones con dormitorios, áreas comunes, cocinas, baños y zonas de lavado en donde están recluidas entre 30 y 100 mujeres. La PNFAS tiene un total de doce módulos, entre los que también hay una sección de maternidad y un «anexo», donde están recluidas mujeres de alto perfil, como funcionarias públicas.
La mayoría de los módulos están construidos en forma de cuadro, con un patio abierto al centro y pequeñas habitaciones alrededor. En cada dormitorio pueden llegar a dormir hasta 40 mujeres, en literas, camas individuales o colchonetas en el piso.
En el Módulo 2, Adriana conoció a una mujer llamada Yuri, quien la alentó a participar en actividades evangélicas como alabanzas, oraciones y danzas, con el objetivo de alejarla de la pandilla. Inicialmente, Adriana tomó todo con recelo. No era algo que le llamara la atención y lo consideraba una pérdida de tiempo. Pero Yuri persistió en convencerla y Adriana fue cediendo hasta participar regularmente en estas practicas.
En una tarde de domingo a finales de mayo de 2020, ambas mujeres acababan de concluir un ayuno de tres días, con el que Adriana le había pedido a Dios que sanara a su hermano contagiado con VIH. Satisfecha con el sacrificio realizado, estaba a punto de acostarse, a las seis en punto, cuando empezó a escuchar ruidos que gradualmente se intensificaban.
«¡Se quema secretaría! ¡Se quema secretaría! ¡Déjennos salir!», gritaban desesperadas varias mujeres desde sus celdas.
Un incendio se había propagado por las oficinas administrativas del penal, ubicadas en la entrada del recinto, que a esa hora estaban vacías. El fuego crecía y los gritos de las reclusas que estaban bajo llave y no tenían forma de escapar incrementaban.
Las oficiales de policía en turno abandonaron sus puestos y corrieron a tratar de extinguir el incendio con los pocos recursos que tenían a la mano: cubetas, mangueras, garrafones y algunos extinguidores. Permitieron la salida de algunas internas para que las ayudaran, mientras esperaban la llegada de refuerzos.
Los pasillos del penal quedaron desiertos y sin vigilancia. El Barrio 18 aprovechó para abrir las cerraduras de sus celdas y soltar a un ejército de mujeres, armadas con bates, cuchillos y torniquetes, en búsqueda de sus objetivos: seis mujeres supuestamente asociadas a la MS13. Hasta hoy, no hay una explicación coherente de cómo lograron salir.
«¡Ya llegó Chucky! ¡Ya llegó La Bestia! ¡Las vamos a matar!», gritaban las dieciocheras mientras caminaban por los pasillos, según recuerdan varias reclusas.
Las seis mujeres llevaban pocos días de haber ingresado al penal y todas estaban bajo la protección de Adriana.
Varias reclusas intentaron ocultarlas. Se paraban en las pequeñas puertas y rejas de sus módulos para evitar que las pandilleras rompieran los candados. Pero estaban en clara desventaja. Las dieciocheras eran mayoría y estaban armadas.
A todas las mujeres las encontraron. A tres de ellas se las llevaron al gimnasio, donde fueron golpeadas hasta la muerte con pesas en un espeluznante episodio que, según varias reclusas, duró toda la madrugada. A otras dos las persiguieron hasta el Módulo 1, donde en medio de golpes y asfixia, les quitaron la vida.
La última víctima se encontraba en Casa Cuna, el módulo de maternidad en donde residen mujeres embarazadas y madres con sus hijos e hijas de hasta cuatro años. Ahí, en frente de todas, una mujer embarazada fue apuñalada hasta la muerte.
Adriana sintió la urgencia de ir al rescate, especialmente cuando se enteró de que la violencia había llegado a Casa Cuna. Quería al menos salvar a las niñas y niños.
Pero era demasiado arriesgado. Las dieciocheras ya gritaban su nombre y exigían que se revelara su paradero.
«¡¿Dónde está Adriana?! ¡Tráigannos a Adriana!», gritaban, según recuerda Adriana.
Adriana reaccionó rápido. Buscó el lugar más profundo del Módulo 2 y se refugió en la última cama de una habitación oscura. Agarró todas las cobijas que encontró, se puso en posición fetal y se cubrió con ellas. Intentó contener la respiración.
Durante toda la noche, permaneció inmóvil mientras escuchaba los gritos y súplicas de sus amigas. No quiso ni siquiera llorar. Tenía miedo a hacer ruido y que la encontraran. Pero en su mente no dejó de rezar. Una y otra vez repetía las plegarias, esperando con todas sus fuerzas que las pandilleras nunca llegaran al dormitorio.
El episodio duró toda la noche. Según recuerdan varias reclusas, las autoridades solo intervinieron cuando ya había terminado.
Habían pasado doce horas cuando cesó el bullicio. Adriana salió de su refugio a las seis de la mañana, cuando la policía llegó a examinar las escenas del crimen. El penal estaba sumido en el caos y Adriana recuerda el penetrante olor a sangre que impregnaba el ambiente.
Caminó desesperadamente por los congestionados pasillos en busca de información y para identificar a las víctimas. Su alta estatura le permitía asomarse entre la multitud para buscar a sus compañeras. En medio del tumulto, se cruzó con una pandillera del Barrio 18 que discretamente le mostró un cuchillo.
«Con esto te vamos a picar. Pero ahorita no, más tarde», fueron las palabras con las que la amenazó, según recuerda Adriana.
Tapar el sol con un dedo
Cuando las autoridades salieron a dar declaraciones a los medios, mantuvieron que esto era un evento sin precedentes y que no era común que se produjera tal nivel de violencia en un espacio habitado exclusivamente por mujeres.
«Esto no es normal. La mayoría de ellas son una población pasiva, enfocada en sus estudios y cursos», declaró a InSight Crime Digna Aguilar, portavoz del Instituto Nacional Penitenciario, al día siguiente de los hechos.
Fuera del penal, los familiares de las reclusas protestaban que las autoridades ya sabían de las amenazas de parte del Barrio 18, y exigían que se trasladara a todas las mujeres de la MS13 a un módulo aparte.
Era necesario replantear la estrategia de seguridad y finalmente comenzar a adoptar algunos de los métodos utilizados en prisiones masculinas.
En primer lugar, las autoridades trasladaron temporalmente a todas las mujeres abiertamente asociadas a la MS13, incluyendo a Adriana, a la cárcel de máxima seguridad de El Porvenir, en Francisco Morazán, a poco más de 50 kilómetros hacia el norte de la PNFAS. Seis meses después, las transfirieron de vuelta a la PNFAS y las recluyeron en el Módulo 1, junto a todas aquellas reclusas que, de alguna manera, pudieran ser asociadas con la pandilla. Esto incluía a mujeres que simplemente provenían de un barrio en donde operaba la MS13, aunque nunca hubieran colaborado con la pandilla.
Con esto, las autoridades aseguraban que se evitaría cualquier contacto con las mujeres del Barrio 18, cuyas líderes e integrantes estaban recluidas en los módulos 6, 7, y 8, al otro extremo del penal (vea plano abajo). Además, se redujeron las actividades recreativas, las capacitaciones y los espacios de convivencia. Hubo planes de construir un módulo de máxima seguridad, pero nunca se concretaron.
Con estas acciones, la PNFAS quedó claramente dividida, con la mayoría del territorio bajo influencia del Barrio 18, incluyendo el patio central, las capillas, los servicios de salud, los salones, el módulo de maternidad y la zona alrededor de las oficinas administrativas. Las mujeres de la MS13 ya no podían acceder a estos espacios, ya que corrían el riesgo de ser atacadas por sus rivales.
Las autoridades estaban completamente conscientes de esta frontera invisible e incluso la reforzaban.
«Ellas [MS13] no pueden venir para acá porque este es territorio de las otras [Barrio 18]», dijo a InSight Crime una guardia penitenciaria en frente de la iglesia cristiana.
La división fue suficiente para que las autoridades consideraran que ya no había motivo de preocupación. La situación parecía estar controlada y las pandilleras no tenían motivos para cruzarse en los pasillos. Ni siquiera para asistir a consultas médicas, pues ahora tendrían horarios específicos para cada grupo y las mujeres de la MS13 solo podrían asistir en caso de emergencia.
«Sí, fue un evento horrible [la masacre]. Pero las pandillas ya están separadas. Se encerró a toda la MS13 en el Módulo 1 para que no haya conflicto con la 18», dijo a InSight Crime una trabajadora del penal en abril de 2023 a quien mantenemos anónima por razones de seguridad.
Adriana y otras 100 mujeres que las autoridades asociaban con la MS13 ahora estaban hacinadas, sin poder salir bajo ninguna circunstancia. Aunque varias se retiraron de la pandilla, esto no implicaba renunciar necesariamente a esa identidad. El haber atestiguado una masacre contra las suyas reforzaba su sentido de pertenencia y avivaba el odio hacia el Barrio 18. De ser necesario, todas saldrían a defenderse.
Sobrevivientes del Módulo 1 en un hogar temporal tras la masacre de 2023. Crédito: Fuente del Instituto Nacional Penitenciario que pidió anonimato por seguridad
Tres años después, en abril de 2023, la tensión seguía en aumento y el trauma de la masacre persistía. Adriana intentaba distraerse de sus miedos impartiendo clases de danza cristiana a sus compañeras del módulo y participando en cualquier actividad religiosa que surgiera. Pero en su cabeza no dejaba de retumbar la amenaza que le hizo la pandillera del Barrio 18.
Semanas después, sus temores serían confirmados.
PartE 2
Peones de guerra: el dominio de las mujeres del Barrio 18 en la PNFAS
Era la tarde de un miércoles a mediados de abril de 2023. Sonia** llevaba desde las seis de la mañana sentada tras las rejas de la única puerta que conecta a la Casa Cuna, el módulo de maternidad, con los pasillos de la PNFAS.
Sonia forma parte del Barrio 18 y llevaba apenas medio año encarcelada con su hijo de siete meses. Sus ojos, delineados con tinta negra, estaban plenamente fijos entre los huecos de los barrotes y no se le escapaba ni un solo detalle de lo que ocurría frente a ella. Observaba cautelosamente a las policías que pasaban caminando y a las reclusas que eran escoltadas hacia el consultorio médico. En un cuaderno de rayas, registraba minuciosamente las observaciones.
Esa semana fue particularmente tensa. Apenas tres días antes, sus compañeros del Barrio 18 fueron atacados dentro de varios centros penales varoniles del país por sus rivales de la MS13. La pandilla había recibido fuertes golpes y era necesario evitar que siguieran ocurriendo, para eventualmente poder vengarse.
La PNFAS podía ser el próximo frente de ataque entre ambos bandos, pues, a diferencia de los penales varoniles, aquí el Barrio 18 tenía una clara ventaja. Las pandilleras tenían superioridad numérica sobre sus rivales y, mediante intimidación y amenazas, habían logrado establecer un régimen de control y vigilancia sobre la prisión.
Sonia tenía un papel crucial para sostener este dominio: debía mantener el orden en su módulo, vigilar el pasillo, recopilar información y reportar con frecuencia cualquier actividad o persona sospechosa a sus superiores.
Ese día hubo bastante movimiento. Los miércoles son el día la semana en el que se reciben alimentos, artículos de higiene personal, ropa, sábanas y cualquier otro producto que los familiares envían desde el exterior. Sonia y las internas de la Casa Cuna estaban atentas a la llegada de pañales, fórmula para bebé y algunas medicinas enviadas por los líderes del Barrio 18.
Desde la masacre de 2020, cuando las pandilleras del Barrio 18 asesinaron a seis supuestas integrantes de la MS13 con armas blancas que introdujeron desde el exterior, las autoridades aseguran haber intensificado la vigilancia sobre estos envíos. Vacían absolutamente todos los paquetes y bolsas que entran, los clasifican y luego los llevan directamente hacia los módulos donde viven las destinatarias. Las reclusas no pueden ir a recibirlos, pues tienen prohibido salir de sus módulos y pasearse por el penal sin ser escoltadas. Los pasillos deberían de estar vacíos y las mujeres bajo llave.
Sin embargo, unas diez internas del Barrio 18 parecían estar exentas de esta regla. Caminaban sin restricciones y sin acompañamiento. Se reunían en el patio y se acercaban a las entradas de cada módulo para dialogar con las reclusas a cargo de la logística dentro de esos espacios. Exigían inspeccionar todos los productos que recibió cada una de ellas. Las policías penitenciarias estaban paradas a pocos metros de las pandilleras, en sus puestos de vigilancia, pero no intervenían.
Cuando estas mujeres del Barrio 18 llegaron a Sonia, le susurraron algo al oído y le entregaron unos papeles con varias anotaciones. Sonia asintió, arrancó las hojas que recientemente escribió en su cuaderno y se las pasó a través de las rejas. Un intercambio de información.
Las mujeres se retiraron y continuaron con su cateo.
«Tengo que revisar absolutamente todo lo que va a entrar hoy [a la Casa Cuna]. Abrir todas las cajas y todos los empaques. Nunca sabemos si aquellas mujeres de la contraria [la MS13] nos envían algo peligroso o nos quieren hacer algo a nosotras o a nuestros hijos», explicó Sonia mientras luchaba por mover unas cajas llenas de productos que eran casi la mitad de su tamaño.
En búsqueda del empoderamiento
Sonia no siempre quiso al Barrio 18.
Cuando era una niña que crecía en la periferia de Tegucigalpa, odiaba que los pandilleros extorsionaran a sus familiares y conocidos.
«A mí me daba mucha [lástima], no entendía por qué lo hacían», cuenta.
Pero asociarse con la pandilla fue, como para muchas y muchos jóvenes de Honduras, una forma de supervivencia. En su caso, también fue una manera de empoderarse y ganar libertad.
La historia de Sonia está llena de carencias económicas, opresión y violencia de género, según el testimonio que ella compartió con InSight Crime. A sus 14 años quedó embarazada por primera vez de un joven diez años mayor que ella, quien era posesivo, celoso y maltratador. Sin terminar la escuela y sin tener la oportunidad de aprender un oficio formal, estuvo prácticamente cautiva durante siete años con esta persona, con quien tuvo una hija más.
Sonia tuvo algunos trabajos temporales, pero nunca ganaba suficiente para independizarse. Tampoco tenía una red de apoyo que la ayudara a salir de la relación abusiva. Vivió años con miedo, intentando protegerse a ella y a sus dos hijas de los ataques violentos de su pareja.
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En un momento de determinación, a los 21 años, decidió acercarse al Barrio 18, que operaba en su colonia. Ellos ya la conocían. Desde pequeña había vivido en ese lugar y siempre había tenido que interactuar de alguna manera con la pandilla. En las periferias de las grandes ciudades hondureñas, los pandilleros suelen ser quienes arreglan disputas entre vecinos, dan permisos para que organizaciones y negocios puedan operar y, por supuesto, cobran extorsión.
Inicialmente, la pandilla le ofreció a Sonia trabajos pequeños, como la distribución de drogas. Así, podía comenzar a ganar dinero y obtener la protección que necesitaba para emanciparse.
En poco tiempo, se ganó la confianza de sus superiores y se inició como miembro formal del Barrio 18, para, finalmente, dejar a su pareja. A diferencia de la MS13, el Barrio 18 aún permite que las mujeres formen parte de la pandilla y les asignan roles destacados. Aunque Sonia no mencionó qué ritual tuvo que seguir para su iniciación, por lo general suelen ser similares a como eran los de la MS13: aguantar golpes o violencia sexual.
Dentro de la pandilla, Sonia dice que siempre fue «multiusos». Trabajó en cualquier tarea que los cabecillas le solicitaran: sicariato, narcomenudeo y, en contra sus propias convicciones, extorsión. Aunque no dio detalles sobre las dos primeras, comentó que con la extorsión podía generar alrededor de 8.000 lempiras al día (aproximadamente US$325).
«Creo que hay que hacerle de todo en esta vida para salir adelante», dijo entre risas.
Sonia nunca utilizó a la pandilla para vengarse del padre de sus hijas. Sin embargo, él fue asesinado algunos meses después de la separación con Sonia, en venganza por la violencia que le ejerció a su nueva pareja.
«La cipota no aguantó y lo mataron», comentó Sonia.
Conforme pasaron los meses, Sonia volvió a tener una relación sentimental, esta vez con un pandillero del Barrio 18 y a los 23 años quedó embarazada por tercera vez. Sin embargo, lejos de ser un apoyo, él huyó poco antes del parto y la dejó nuevamente sola, con la completa responsabilidad de la crianza de su hijo.
Una vez más, Sonia tenía que vérselas por sí misma. Nunca dejó de trabajar durante el embarazo ni se dio el tiempo para descansar, como le habían recomendado sus líderes. Lo importante para ella era seguir colaborando y generando dinero. Probar que ella todavía era digna de formar parte de la pandilla.
«[Los cabecillas] me decían que no saliera, que dejara de andar por allí, que me acostara. Pero yo seguí de arriba para abajo», contó.
Menos de un mes después del parto, Sonia llegó arrestada por extorsión a la PNFAS. Junto con su bebé recién nacido, fue asignada a la Casa Cuna. Sus hijas, de diez y tres años, quedaron bajo el cuidado de la madre de su expareja.
El privilegio de pertenecer a la pandilla dominante
Llegar al penal no fue algo malo para Sonia.
Las reclusas del Barrio 18 reciben apoyo constante de la pandilla, lo que las pone en una posición privilegiada con respecto al resto de la población. Sonia, por ejemplo, recibe frecuentemente alimentos, medicinas y ropa para ella y su bebé, algo a lo que muchas internas no tienen acceso o no cuentan con los medios para obtenerlo.
«Ahora sé para qué sirve la extorsión. No es para alimentar vicios. Es para apoyar a los que estamos presos», dice orgullosa. «La situación aquí no es tan mala al final de todo».
En abril de 2023, había aproximadamente 915 mujeres recluidas en la PNFAS, de las cuales alrededor de 400 pertenecían o colaboraban con el Barrio 18, según la entonces directora Reyna Girón. En comparación, el penal solo albergaba poco más de 120 mujeres asociadas a la MS13. El resto eran mujeres que pertenecían a la población general.
Esta superioridad numérica del Barrio 18 es un resultado de los roles cada vez más participativos que esta pandilla le ha asignado a las mujeres. Mientras que la mayoría de las mujeres solo pueden llegar al nivel de colaboradoras en la MS13 y participar en actividades menores, tienen más oportunidades de crecer en el Barrio 18. Las mujeres de esta pandilla se han ocupado directamente de manejar las extorsiones y llevar a cabo asesinatos selectivos, por lo que son un objetivo de gran parte de las operaciones de la Dirección Policial Anti Maras y Pandillas contra el Crimen Organizado (DIPAMCO).
De esta manera, el Barrio 18 lleva varios años consolidando su dominio en la PNFAS, ocupando la mayor parte de los espacios y adquiriendo una mayor capacidad de influencia e intimidación frente a las autoridades para obtener beneficios e ingresar recursos.
Cuando Sonia llegó a la PNFAS a finales de 2022, el penal llevaba casi un año dividido como consecuencia de la masacre de 2020. La separación pretendía evitar futuros altercados entre pandillas, pero las mujeres del Barrio 18 habían logrado mantener su posición privilegiada, a pesar de ser las responsables de la tragedia.
Mientras que las mujeres de la MS13 tuvieron que aislarse en el Módulo 1, sin poder salir por razón alguna, las autoridades le asignaron tres módulos al Barrio 18 y pudieron conservar su acceso a la Casa Cuna y al resto de los espacios comunes del penal. Además, según los testimonios de varias reclusas y lo que InSight Crime observó en la PNFAS, algunas pandilleras habrían logrado, mediante amenazas o corrupción, obtener permisos para salir de sus módulos con regularidad y caminar libremente por el penal, algo que el resto de la población no puede hacer.
Sin embargo, este dominio no es suficiente para que las pandilleras del Barrio 18 duerman tranquilas. La posibilidad de que la MS13 pueda atacar en venganza las mantiene alerta, por lo que han instaurado una rudimentaria estructura de vigilancia.
«Nos sentimos tranquilas, pero no seguras. Nunca sabemos cuándo pueda ocurrir algo», dijo Sonia.
Las reclusas entrevistadas por InSight Crime aseguraron, por ejemplo, que las líderes del Barrio 18 habían instaurado informantes y vigías en todos los módulos de la población general para identificar infiltradas o colaboradoras de la MS13.
Además, las mujeres que tienen el permiso de salir de sus módulos diariamente se ubican estratégicamente en los pasillos, cercanas a los filtros de seguridad, frente a las puertas de otros módulos y en la entrada del penal. Mediante notas de papel, llamadas entre celulares de contrabando y visitas clandestinas entre distintos módulos, mantienen comunicación constante entre ellas.
Esto les permite conocer la prisión como la palma de su mano, aprender todos los movimientos de las guardias carcelarias y constantemente recoger inteligencia sobre sus rivales y el resto de la población. Así, cuando llega la orden de atacar, como en mayo de 2020 y en junio de 2023, las pandilleras tienen identificadas a sus víctimas y saben en qué horario habrá menos presencia de las autoridades.
Sonia tiene un rango de mando medio dentro de la pandilla, que no le es suficiente para salir de su módulo. Sin embargo, además de vigilar el pasillo frente a Casa Cuna, a ella le corresponde autorizar todos los accesos a este espacio, ya sea de reclusas, guardias carcelarias, personal administrativo y organizaciones externas. Si Sonia no está de acuerdo, nadie puede entrar a Casa Cuna. No importa lo que opinen las autoridades.
Lo mismo ocurre con el resto de las coordinadoras de los tres módulos en donde está recluido el Barrio 18.
«No crean que es fácil meterse con nosotras. Aquí nuestro deber es proteger a todas», advierte Sonia.
Reproducción de estructuras patriarcales
Sonia abandona por unos minutos la vigilancia sobre el pasillo y se interna hacia el patio central de la Casa Cuna. Nuevamente con su libreta en mano, revisa una lista con los nombres de todas las reclusas de su módulo. Con voz firme y clara comienza a repartir órdenes a un grupo de mujeres que ya están listas para ponerse a trabajar. Al igual que ella, visten una camiseta blanca holgada y pantalones deportivos negros.
A Raquel le toca barrer y trapear el patio, a Yolanda lavar la ropa, a Natalia acompañar a Sonia en la entrada. Fabiana se queda supervisando a las niñas y niños que juegan en los columpios oxidados en medio del patio. Otra mujer se queda a preparar el almuerzo. Algunas de ellas son pandilleras, otras colaboradoras del Barrio 18 y una pequeña parte no tiene asociación con la pandilla. En cualquier caso, deben obedecer a Sonia.
Mantener la disciplina es importante. No se puede dominar un penal sin un orden interno y claras líneas de mando. Es por eso que los líderes del Barrio 18, desde el exterior y en otras prisiones, instauraron una jerarquía entre las mujeres de su pandilla en la PNFAS. No importa que las mujeres del Barrio 18 sean las que día a día dominen el penal, en la estructura general de la pandilla, siguen siendo subordinadas y no pueden operar, ni atacar, sin el consentimiento del liderazgo masculino.
El nivel de autoridad que pueden alcanzar depende de la relación que tiene cada mujer con los hombres de la pandilla, según múltiples testimonios de miembros y colaboradores del Barrio 18. Al igual que las mujeres de la MS13, la cúpula de liderazgo de las dieciocheras en el penal está compuesta por las parejas de los cabecillas. Ellas tienen la mayor capacidad de decisión y transmiten los lineamientos que vienen desde el exterior. Ese poder no lo adquirieron por su personalidad o sus capacidades de dirigir, ni por un largo historial criminal. Lo adquirieron por el valor que les dieron los hombres.
Debajo de ellas están mujeres como las que caminan por los pasillos, que vigilan y se enfocan en mantener las normas de la pandilla. Posteriormente están mujeres como Sonia y las que se infiltran en otros módulos. Ellas se encargan de mantener el orden y la disciplina dentro de esos espacios y se aseguran que no haya infiltradas de la MS13. A Sonia la pandilla sí la escogió para ese rol por su habilidad y porque en las distintas actividades en las que había participado mostró su lealtad y capacidad de liderazgo. Sin embargo, nunca logrará crecer en la estructura, a menos de que se «junte» con uno de los líderes masculinos.
Debajo de Sonia, hay pandilleras que llevan menos años en el grupo y que solo han hecho trabajos menores. Y, hasta abajo de la pirámide, están las mujeres que solo colaboraron con la pandilla, sin formar parte de ella.
Esta estructura se mantiene a base de intimidación, amenazas y violencia física, los mismos mecanismos que se utilizan para ejercer control sobre el resto de las reclusas.
Si las pandilleras del Barrio 18 desobedecen las normas, sus mismas líderes les imponen castigos. Y así como si en el exterior un pandillero desobedece o traiciona a la pandilla, en la PNFAS estos castigos han resultado hasta en la muerte.
«[En ese sentido] todas las pandilleras somos iguales. Aquí todas recibimos los mismos tratos», dijo Sonia.
«No podemos portarnos mal».
Una deuda permanente
Ser parte del Barrio 18 implica una deuda de toda la vida. Las opciones para abandonar la pandilla son extremadamente limitadas: huir del país, convertirse al cristianismo o morir. Sonia ha elegido continuar con la pandilla.
«Me parece injusto buscar de Dios solo cuando uno quiere salirse [de la pandilla]. Realmente nunca me he arrepentido de lo que soy», afirma.
Eso, sin embargo, implica que las pandilleras no solo no deben violar las normas, sino que también deben pagar todos los favores y privilegios que reciben, pues «no son gratis», según Sonia. Durante su tiempo en prisión, e incluso cuando salga, Sonia deberá trabajar para la pandilla y obedecer cualquier lineamiento.
«Ellos siempre nos dicen que no debemos despabilarnos, debemos seguir trabajando», dice.
Las órdenes de los líderes también implican actividades violentas, como matar a sus rivales. Sonia y sus compañeras son, en última instancia, simples peones.
Así ocurrió el 20 de junio de 2023. Tras varias semanas de vigilar, recopilar y planear, las mujeres del Barrio 18 finalmente recibieron la orden de atacar de parte de los cabecillas en el exterior, según registran documentos de inteligencia recogidos por el medio Contracorriente y confirmaciones de una fuente del Instituto Nacional Penitenciario que habló con InSight Crime bajo condición de anonimato, por no estar autorizada a hablar del tema.
La instrucción fue clara: salir de los módulos, quemar el Módulo 1 y matar a las emeese.
Todo el sistema de vigilancia, de acumulación de información y de mantener orden y disciplina entre sus integrantes las había preparado para este trágico momento.
PartE 3
Negación e indiferencia: actitudes de las autoridades ante la violencia
A mediados de abril de 2023, dos meses antes de la masacre, la ahora exdirectora de la PNFAS, Reyna Girón, mantenía la calma en su oficina mientras continuaba con sus actividades diarias. Con un porte rígido, casi militar, recibía a las policías penitenciarias, a los proveedores de servicios y a cualquier visitante del penal, incluyendo al equipo de InSight Crime.
Girón llevaba pocos meses como directora de la PNFAS y era su primera vez trabajando en una prisión después de una larga carrera en la Policía Nacional de Honduras. Había venido a reemplazar a la exdirectora Érika Rodríguez, quien fue destituida a finales de 2022 tras ser acusada de otorgar beneficios a algunas reclusas.
Con profundo entusiasmo, la entonces directora Girón habló sobre los planes que tenía para hacer de la PNFAS una cárcel modelo, en donde las reclusas pudieran recibir capacitación profesional, desarrollar sus habilidades artísticas y, eventualmente, adquirir las herramientas necesarias para reintegrarse a la sociedad.
Ya había realizado algunos cambios para mejorar la experiencia de las mujeres que le causaban orgullo. Por ejemplo, permitió ampliar el menú de alimentos para incluir opciones más nutritivas, estableció clases de zumba para que las reclusas tuvieran una hora de recreación, reinstauró las visitas conyugales y tenía una política de puertas abiertas.
Pero el tema de la violencia entre pandillas parecía ser tabú para la directora. Mientras que el resto del personal administrativo y las reclusas que presenciaron la primera masacre de 2020 hablaban de esto abiertamente, Girón rápidamente se empeñaba en evadir el tema. Ante la posibilidad de futuros episodios de violencia, la directora afirmó que era poco probable que se dieran, ya que las pandillas «estaban separadas» y cualquier posible problema se podría solucionar «hablando con ellas».
«No negaré que existe temor. Pero la situación aquí está muy bien controlada. Yo les digo a [las reclusas] que no estén inventando cosas. Nosotros no tenemos conocimiento de que algo [violento] pueda ocurrir aquí», dijo a InSight Crime.
Esta postura evasiva también parecía reproducirse en las comunicaciones del Instituto Nacional Penitenciario. Mediante su cuenta de Twitter y su página oficial, la institución reportaba constantemente sobre hechos violentos y cateos en penales varoniles, mientras que en la PNFAS solo se reportaba sobre las actividades recreativas. Nunca se abordaron temas relacionados a la violencia o a la presencia de estructuras criminales.
Sin embargo, para las reclusas de la PNFAS y los empleados del penal a cargo de Girón, la amenaza era inminente.
Temor constante
Seis días antes de la entrevista de Girón con InSight Crime, una serie de enfrentamientos entre la MS13 y el Barrio 18 habían estallado en diversas cárceles masculinas en el país, dejando un saldo de muertos y heridos. Según algunos medios, estos habrían sido atentados de parte de la MS13 para imponerse sobre el Barrio 18.
Para muchas reclusas, esto era una clara señal de advertencia de que pronto esos enfrentamientos podrían extenderse a la PNFAS, en donde el Barrio 18 podría tomar represalias.
«Tenemos mucho miedo a que ocurra algo así aquí también. Claro que existe la posibilidad», dijo a InSight Crime una excolaboradora del Barrio 18, que ahora es parte de un grupo cristiano y pidió mantener el anonimato por razones de seguridad.
Estos temores también afectaban al personal administrativo, que acudía diariamente a la prisión y estaba en constante contacto con las privadas de libertad.
«Estoy muy estresada por lo que pasó [en los penales varoniles]. Todos aquí estamos en riesgo porque tenemos a mujeres de estructuras delictivas contrarias», dijo a InSight Crime una empleada del penal a quien mantenemos anónima por razones de seguridad.
La tensión entre ambas pandillas era evidente. Incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había publicado un reporte a finales de abril de 2023 en el que advertía que el Barrio 18 ejercía dominio sobre el resto de las privadas, especialmente las mujeres de la MS13, quienes se sentían amenazadas.
Sin embargo, las autoridades hondureñas estaban enfocadas en intervenir en los centros penitenciarios masculinos, requisando cada rincón de las prisiones, suspendiendo todas las visitas y destituyendo a quien fuera necesario.
Mientras tanto, la PNFAS quedaba excluida de esta estrategia, dejando una vez más a las mujeres en un segundo plano.
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A falta de certeza por parte de las autoridades y su constante negación de un problema de violencia, muchas mujeres de la PNFAS decidieron tomar sus propias medidas para protegerse, como siempre lo habían hecho.
Las reclusas de la población general, por ejemplo, procuraban mantener un perfil bajo, evitando el contacto visual con las pandilleras del Barrio 18 y limitando su comunicación con ellas. Aquellas que formaban parte de la iglesia evangélica se refugiaban en las actividades religiosas para mantenerse alejadas de cualquier conflicto que pudiera surgir.
«No hay otra opción. Aquí se vive un ambiente de constante zozobra», dijo a InSight Crime Yohana Midence, una reclusa de la población general, que fue asesinada durante la masacre de junio de 2023.
Adriana y las mujeres del Módulo 1 buscaban maneras de blindarse, ya que, desde el exterior, la MS13 les había advertido que estuvieran alerta. La coordinadora del módulo les prohibió salir por cualquier motivo y se esforzaba en mantener el orden y la disciplina para evitar peleas internas que las dejaran aún más vulnerables. Otras mujeres de la MS13 constantemente planeaban qué hacer en caso de emergencia e intentaban desesperadamente convencer a las autoridades de que les ofrecieran mayor protección.
«Yo duermo con los zapatos puestos y un ojo medio abierto, por si [las del Barrio 18] llegan de imprevisto», dijo a InSight Crime una pandillera veterana de la MS13 que pidió permanecer en el anonimato por razones de seguridad.
Mientras tanto, las mujeres del Barrio 18 se preparaban para atacar, sin dejar de mantenerse alertas y a la defensiva. Sonia no dejaba de vigilar la Casa Cuna y sus compañeras merodeaban por los pasillos todo el día. Una de las coordinadoras del Barrio 18 declaró explícitamente que su pandilla no hablaría con periodistas ni con miembros de organizaciones civiles tras los amotinamientos en los penales varoniles. No querían llamar atención hacia ellas.
Pero cuando podían, las dieciocheras se acercaban a la reja del Módulo 1 para dejar notas amenazantes a sus enemigas y decirles que las matarían.
«Se van a morir, perras», fue la amenaza que les repetían días antes de la masacre, según relatos de las sobrevivientes recopilados por el diario El Heraldo.
El desenlace trágico
En la mañana del 20 de junio de 2023, una densa cortina de humo obstruía la vista de un pequeño grupo de residentes del poblado de Támara. La zona es bastante seca y los incendios habían sido comunes en meses recientes. Sin embargo, este incendio era distinto. Los pobladores inmediatamente reconocieron que provenía desde el interior de la PNFAS.
Asombrados, comenzaron a grabar el incidente mientras continuaban casualmente su conversación y reían sobre cualquier suceso irrelevante que les había ocurrido ese día.
De repente se escuchó un disparo. Las risas se extinguieron. Luego otro. Luego una ráfaga de balas que solo podían provenir de un rifle automático de alto calibre. A lo lejos se oían gritos. La grabación del video se detuvo.
Horas después, la noticia estaba en todos los titulares de la prensa hondureña y le había dado la vuelta al mundo.
Alrededor de las ocho de la mañana, un grupo de mujeres pertenecientes a la pandilla Barrio 18 logró salir de sus celdas, armadas con fusiles de asalto, pistolas, explosivos y machetes, y presuntamente tomó como rehenes a todas las policías penitenciarias.
Las pandilleras corrieron directamente hacia el Módulo 1 del penal, donde se encontraba recluida Adriana y el resto de las mujeres asociadas a la MS13. Lanzaron un colchón incendiado, previamente rociado con gasolina, al tiempo que comenzaron a disparar indiscriminadamente.
Las mujeres de la MS13 intentaron desesperadamente huir, trepar por los muros y las rejas, subir al techo, saltar y salir corriendo. No todas lo lograron.
De las 46 reclusas que murieron ese día, al menos 27 perdieron la vida en el Módulo 1, que quedó completamente destrozado. La mayoría estaban atrapadas en sus dormitorios y fueron calcinadas. El resto murió por impactos de bala.
Adriana quedó herida en la pierna, posiblemente por impacto de una bala o por un corte de machete, pero alcanzó a ser trasladada al hospital.
Otras 19 mujeres, que no pertenecían a alguna pandilla, fueron asesinadas en otras áreas del penal.
InSight Crime no pudo confirmar si Sonia participó en la masacre. Las autoridades eventualmente afirmaron que habían identificado a 12 presuntas responsables asociadas al Barrio 18, pero, hasta ahora, no han divulgado sus nombres.
Fuera del penal, decenas de familiares de las reclusas permanecieron reunidos durante horas, desesperados por escuchar las noticias sobre la identificación de cuerpos. Mientras tanto, los periodistas, defensores de derechos humanos, funcionarios y políticos exigían respuestas.
En declaraciones a los medios de comunicación, las autoridades hondureñas mantuvieron una postura evasiva, alegando no haber tenido conocimiento de que algo así pudiera ocurrir en la PNFAS y evitaron asumir responsabilidad. Esto a pesar de que diversos medios hondureños, como Contracorriente, posteriormente encontraron evidencia de que existieron informes de inteligencia que advirtieron sobre la posibilidad de un ataque hacia el Módulo 1.
Las autoridades tampoco proporcionaron una explicación sobre cómo se introdujeron al penal las armas de alto calibre utilizadas en la masacre ni cómo las integrantes del Barrio 18 lograron salir de sus celdas una vez más.
InSight Crime intentó contactar en repetidas ocasiones a todas las autoridades que estaban al mando de la PNFAS para obtener su versión de los hechos. Sin embargo, hasta el momento de la publicación, no recibimos respuesta.
Inmediatamente después de la masacre, Girón y todo su equipo de policías fueron destituidos. También fue removido de su cargo el ministro de Seguridad Ricardo Sabillón y la viceministra de Seguridad Julissa Villanueva se vio forzada a renunciar a la Comisión Interventora de Centros Penales, que estaba a cargo de mantener la seguridad en el sistema penitenciario tras los conflictos entre pandillas en los penales varoniles.
Como respuesta, la presidenta Xiomara Castro transfirió el control de la PNFAS y de todos los centros penales del país a las fuerzas armadas, quienes ya habían administrado estos espacios entre 2019 y 2022 y habían sido señaladas de violaciones a derechos humanos.
A partir de julio, las autoridades comenzaron a trasladar a todos los integrantes de pandillas a prisiones separadas. Además, la presidenta Castro giró instrucciones para que se construya una cárcel de máxima seguridad en un conjunto de islas en el Caribe para que «[los pandilleros] permanezcan incomunicados».
Sin embargo, nuevamente las mujeres han quedado fuera de la ecuación, ya que hasta ahora no se ha trasladado a las pandilleras de la PNFAS a distintos centros penales ni se ha modificado la infraestructura de protección dentro de la prisión. Las mujeres asociadas a la MS13 solo fueron trasladadas temporalmente a una zona aislada del resto del penal.
Mientras no ocurran cambios estructurales, la amenaza de futuros eventos violentos en la PNFAS seguirá latente.
*El nombre de este personaje, así como sus datos personales, fueron modificados por razones de seguridad.
**El nombre de este personaje, así como sus datos personales, fueron modificados por razones de seguridad.