Entrar a Barrio 18, la poderosa pandilla callejera centroamericana, puede parecer un renacimiento violento. Sus miembros consiguen una nueva familia, una comunidad, un sentido de pertenencia y protección; pero esto tiene un costo.
A través de la historia de Desafío, un hombre que creció en las calles de Tegucigalpa, Honduras, InSight Crime se adentra en el funcionamiento interno de Barrio 18, el constante estado de paranoia al que se ven sometidos sus miembros y la brutal respuesta que reciben quienes se atreven a soñar con una vida diferente.
“Yo ya no quería estar ahí, yo ya estaba cansado de estar en eso. Yo me quise apartar de ellos y hacerme cristiano, pero ellos me dijeron que no podía. Que yo tenía que estar en la pandilla hasta la muerte”, dice Desafío, sentado en un pupitre viejo, en el sector de “talleres” de uno de los penales de máxima seguridad de Honduras conocido como “El Pozo”.
Estaba decidido a escapar, pero escapar de una prisión no es fácil. Menos si esa prisión está dentro de otra prisión.
Desafío es un expandillero de veintiocho años, robusto, de rostro barbado y amable. Medirá un metro sesenta y cinco y es extremadamente nervioso. Habla como hablarían los suricatos si pudieran. Quiere dar mucha información en pocos minutos y contar la tragedia de su vida rápido, pero las palabras lo traicionan y se atropellan unas con otras. Sabe, porque se lo he dicho, que no puede estar acá mucho tiempo, y esto ha sido como inyectarle gasolina a su relato.
Desafío fue parte de la mafia de origen pandillero Barrio 18 por casi 19 años. Ahora busca huir de ellos, apartarse de esa familia sustituta y cumplir las dos décadas de su condena lejos de ese yugo, de esa otra cárcel que para él es la mafia de Barrio 18.
El problema es que El Pozo, como la mayoría de las prisiones de Honduras, es administrado en conjunto por varias entidades. Por un lado, el Estado hondureño, y luego, dependiendo del sector del penal del que hablemos, una de las dos grandes mafias centroamericanas originadas en California: la Mara Salvatrucha 13 (MS13) o Barrio 18.
“De puertas para adentro, las pandillas tienen sus propias organizaciones, sus propias normas y sus propias formas de castigo. Ahí sí ya no nos metemos nosotros”, me dijo el coronel del ejército hondureño encargado de este presidio, en una entrevista, en mayo de 2021.
En donde vive Desafío, en la sección de talleres de la prisión, no hay baños, y los hombres que lo habitan no pueden salir a tomar sol al patio central porque corren el riesgo de que les disparen desde los sectores de sus expandillas o mafias. Sí, los reos tienen armas de fuego en este penal, y en la mayoría de penales hondureños.
En el sector 5 de este penal, donde antes estaba recluido Desafío, mandan los dieciochos, como también se le conoce a la pandilla. La estructura de esa organización encomienda a un grupo selecto de pandilleros para que organicen la vida, y a veces la muerte, de los pandilleros ahí recluidos. Estos líderes son además los encargados de dialogar y mediar con las autoridades, de comprar los enseres necesarios para la vida diaria de los reclusos y de organizar la defensa frente al ataque de un grupo enemigo. Son la plana alta de la organización.
Reduciéndolo al extremo, podríamos decir que el Estado se encarga de que los reclusos no se salgan, y las pandillas de casi todo lo demás.
Escapar de la pandilla, en esas condiciones, no es una tarea fácil.
Entrando en la trampa
Desafío creció en una de las colonias marginales de Tegucigalpa bajo el control de Barrio 18, y desde los 10 años empezó a tener acercamientos con los pandilleros de la zona.
“No era que yo pertenecía, sino que les hacía como favores. Les decía si venía una patrulla, o si entraba un carro. Pero sin pertenecer, [era] como una forma de quedar bien con ellos”, explica desde el pupitre desvencijado desde el que me habla.
Los pandilleros se refieren a los jóvenes no pandilleros como “paisas”. Es una forma de llamarles a los civiles. En las colonias, muchos paisas les hacen favores a las pandillas, les ayudan a mantener un control sobre su sector dándoles información sobre la vida de los vecinos e informándoles sobre la entrada de algún vehículo ajeno al sector. Pero es una relación unidireccional. Los paisas informan, la pandilla recibe, pero hasta ahí queda todo.
Luego de los paisas, hay una lista confusa de roles y posiciones dentro de la base de la estructura, que podrían agruparse en dos rubros: administración y actividades bélicas. Esto dependerá de las aptitudes y los dones con los que cuente cada miembro.
“Yo tuve el privilegio de ser paisa y hacía favores, hasta que ya ellos me dijeron que tenía que ser ‘paisa activo’. En este puesto no se recibe casi ningún beneficio, (solo) los tres tiempos de comida, saldo para celular, para que esté informando de todo lo que pasa en el sector que le asignan, y ahí le lleva a uno la comida a otro paisa activo”, dice Desafío.
Desafío entró a ser paisa activo de Barrio 18 cuando tenía alrededor de 20 años, después de casi una década de estar en la periferia de la organización como paisa. Entonces pasó de realizar labores domésticas a acciones más contundentes. “A la 18 se entra con una bala”, reza un lema dieciochero, y así fue para Desafío.
“La primera misión que me dieron fue matar a una muchacha. Ella era mujer de un homeboy que estaba preso y ella se andaba metiendo en una colonia de la MS [Mara Salvatrucha], y entonces Barrio 18 le abrió ‘proceso’,” dice, refiriéndose a los juicios internos que hace la pandilla para determinar quién vive y quién no.
“Y se llegó a la conclusión de que ella les estaba dando información sobe nosotros a ellos. Entonces yo me la llevé fuera del sector con mentiras, le dije que su marido le había mandado un dinero y le pedí que tocara la puerta de una casa cualquiera, y ahí, de espaldas, la acribillé”, relata Desafío.
Si Barrio 18 fuese una secta, este sería el sacrificio de sangre que Desafío ofreció para entrar a ella.
Así pasó casi cinco años aguantando los malos tratos de pandilleros de mayor rango y haciendo “trabajos” encomendados por sus superiores como paisa activo, desde extorsionar y mover droga, hasta asesinar. Hasta que por fin, en 2020, durante la pandemia de COVID 19, le ofrecieron dar el siguiente paso: volverse homeboy.
Los carceleros de Desafío
En un ala diferente de El Pozo, esta cárcel de máxima seguridad, me reciben nueve hombres. Son los líderes encargados de este penal y los representantes de la pandilla Barrio 18.
Nos sentamos en una mesa metálica de un recinto que en algún momento fungió como comedor.
Les pregunto a los jefes de la mafia si existe la posibilidad de permitir que algunos de sus miembros abandonen la pandilla. La respuesta de entrada es un rotundo “no”. Para ellos sería lo mismo que abandonar a la familia.
“Es que mire, no es necesario que un pandillero se salga de la pandilla para tener su trabajo. O usted dígame, ¿usted solo porque tiene su buen trabajo ahora va a abandonar a sus hijos, su mujer y sus padres? ¿Verdad que no? Pues nosotros igual, porque nosotros somos una familia”, dice el más viejo del grupo, un líder dieciochero originario de Tegucigalpa, la capital hondureña.
Y su respuesta me hace pensar en la historia de las pandillas. Durante casi dos décadas, las maras de origen californiano como Barrio 18 y la MS13 constituyeron grupos de una solidaridad extrema, con un sentido de pertenencia que les permitía entender el mundo en colectivo, como las hormigas. Juntos enfrentaron la pobreza, el hambre, la violencia y el desprecio de unas sociedades que los odiaba y los dejaba una y otra vez fuera de la fiesta. Pero historias como la de Desafío, y de esas hay miles, indican que ya no es así. Si habría que equipararlo con alguna institución, no serían más una familia, serían una empresa, con capataces muy cabrones.
Por turnos, se enredan en una diatriba engorrosa en la que pretenden explicarme que un pandillero no tiene que ser delincuente, que no es necesario que los dieciocheros estén involucrados en acciones violentas, que no es necesario matar a nadie para ser ascendido a homeboy. Y que, por lo tanto, no es necesario dejarles salir de la estructura para terminar con la violencia.
¿Que no es necesario matar a nadie para ser homeboy?, les pregunto con tono de alarma.
Y pienso en Desafío. Según él, tuvo que matar a casi diez personas antes de entrar en la pandilla.
De hecho, todos los pandilleros y expandilleros hondureños con los que he hablado en la última década cuentan con los dedos de las dos manos los muertos que tuvieron que ofrecer a sus respectivas organizaciones antes de ascender de escaño.
Se los digo y no les gusta.
Los representantes se van poniendo cada vez más nerviosos y esas maneras amables y educadas de funcionario público se van desvaneciendo. Se muestran a un paso de la agresividad cuando les pregunto de nuevo sobre su opinión por la posibilidad de permitirles a sus miembros salir de la pandilla. Dicen que eso no está sobre la mesa.
Pero insisto. Les pregunto su opinión sobre no incorporar a niños a su estructura.
Me dicen que es algo que la pandilla no va a aceptar nunca. Dejar de sumar soldados no es una opción, sobre todo cuando la guerra contra las otras estructuras criminales hondureñas sigue muy viva.
También mencionan las condiciones de vida dentro de esos barrios y de cómo la pandilla sigue, después de tantos años, siendo un reducto de protección para los chicos, una sombra bajo la cual guarecerse de males como la pobreza y el hambre.
“Es que mire, a nosotros nos buscan muchas veces jovencitos que no tienen familia, y nosotros, ¿cómo les vamos a negar la entrada a la familia de nosotros? No podemos, tenemos que apoyarlos. No los podemos dejar morir de hambre”, dice, ya más sereno, el más viejo del grupo que ya casi ha monopolizado las respuestas.
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Permitir la deserción no solo implicaría una fuga de miembros, lo cual ya sería problemático, sino además una fuga de información y una empresa inestable y poco disciplinada.
Les pregunto más, les menciono la política que tienen de asesinar a los desertores, y les pregunto si estarán dispuestos a cambiarla. También les menciono a las iglesias evangélicas y les pregunto sobre la posibilidad de que, como en el resto de Centroamérica, se vuelva una vía de salida para pandilleros arrepentidos.
Pero siguen evadiendo la pregunta central. Se conectan con la mirada y se mueven en sus asientos, incómodos, como niños regañados.
“Es que, Juan, no podemos hablar sobre eso, entiéndanos”, dice el mismo hombre, ya cansado de evadir.
Pero yo insisto, y entonces ellos suspenden un poco su garbo inicial y me dicen, como si fueran funcionarios públicos, que no pueden hablar más de ese tema. Es un tema delicado que, en todo caso, tendré que tratarlo más arriba. Con un poder superior a ellos. Los dejo en paz.
El nacimiento de Desafío
Después de al menos cinco años de ir a comprar cigarros, de matar sin saber por qué a gente que no conocía, de vigilar por horas lugares por donde no pasaba nadie, Desafío decide dar el siguiente paso.
“Yo pedí y ellos me preguntaron, me dijeron que si quiero ser del barrio, que si quiero brincarme”.
Con “brinco”, se refiere el ritual por excelencia de todas las pandillas de origen californiano, que consiste en recibir una golpiza, en el caso de Barrio 18 durante 18 segundos, por tres pandilleros. “Ellos jamás lo obligan a uno, si no que ellos lo alientan, en forma de darle motivación para seguir avanzando”, dice Desafío.
Los homeboys de su sector escogieron el día 18 de abril de 2020 para incorporar a un grupo de muchachos, incluyéndolo a él.
Desafío no puede esconder los destellos de orgullo al contarme que a él lo brincó personalmente un homie de los grandes, algo que lo conecta con ese mismo líder para siempre en el mundo pandillero.
“El que lo brinca a uno, el que está contando [el pandillero que dirige el ritual de iniciación], es una especie de padrino, de padre de uno en la pandilla, el que da la cara por uno y es a quien uno le va a obedecer”, dice Desafío.
No se trataba ni de cerca de un líder nacional, o un pandillero importante, pero en el micromundo de Desafío, ese hombre era la figura de poder más alta que había conocido. Era el dueño de aquel cerro de donde Desafío había salido apenas un par de veces.
El líder lo miró serio y le dijo: “Mira, vos vas a ser el primero que yo, personalmente, voy a brincar, y no lo voy a hacer por videollamada, sino que yo voy a ir y voy a estar ahí. Quiero conocerte, porque vas a ser el primero que yo hago”, recuerda.
Ese hombre, en un ejercicio involuntario de predicción, fue quien bautizó al joven pandillero con el nombre que luego lo definiría tan bien: Desafío.
“Me sentí bien, pero a la vez prometí que yo no iba a ser como otros que solo porque tienen ya el grado de homeboy pueden andar faltándole el respeto a los de abajo. No, yo iba a tener otra mentalidad. Ahora que ya soy homeboy, ahora voy a poner orden y control”.
Pero la vida que Desafío esperaba no era como se la imaginó. Sus nuevas tareas tenían que ver más con una aburrida administración que con la vida de bandido poderoso y justiciero que soñó.
La tarea más importante que le asignaron fue la de generar dinero. Le pusieron una cuota semanal y una serie de tareas del tipo “administración de personal” que Desafío no esperaba.
En el pequeño sector de la capital hondureña que él controlaba debía producir y mantener en caja 80.000 lempiras (US$3.300) por semana. Ese dinero estaba destinado para gastos propios del sector: en caso de que un paisa se enfermara, si había que pagar el abogado de un capturado o el entierro de un difunto, así como para la comida y ropa de 16 pandilleros y sus familias. El dinero también se usaba para adquirir municiones y armas.
Aparte de recoger y administrar las 80.000 lempiras, debía entregar a mandos superiores de la pandilla 100.000 lempiras extras (US$4.100) que nunca supo en qué se usaban ni quién gozaba de ellas. Barrio 18 le dijo que esa era su responsabilidad como encargado de sector y que era todo lo que debía saber. Faltar a estas responsabilidades no se pagaría como en una empresa normal, con el despido: acá sería una serie de golpizas, que irían escalonando hasta la muerte.
Pero recolectar esa cantidad de lempiras no era fácil. La desesperación lo llevó a salirse de los mandamientos de su mafia, que dicen “no robarás en tu barrio”.
“Había momentos en que, por entregar al Barrio 18, no nos quedaba nada para nosotros, nos tocaba salir a rebuscarnos a nosotros. ‘Salgamos a robarnos unas armas’, les decía yo, y con eso vamos a salir a robar a la calle, a conseguir algo para nosotros”, cuenta Desafío, desde su pupitre desvencijado.
La idea de una vida de forajido, sin reglas, viviendo al son de la vida loca, se había convertido en una ficción. Esa vida la vivieron los viejos, aquellos que fundaron la organización y los que llegaron a Honduras deportados desde California, en los noventa. La generación de Desafío ya no alcanzó eso. Para ellos quedó nada más la idea romántica y lejana de una vida al margen del sistema. Pero no es glamorosa la vida en Barrio 18. Es como trabajar en una empresa que te explota, de la cual no puedes renunciar y donde el despido es una bala.
Su decepción con Barrio 18 no tuvo tiempo de convertirse en algo más. En 2021 lo capturó la policía bajo cargos de extorsión y robo agravado y lo metieron a este penal en el que ahora lo entrevisto.
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Tacoma
Es mayo de 2022 y ha pasado apenas una semana desde que hablé con Desafío y con los nueve representantes de Barrio 18. Estoy en el penal de Támara, en la capital hondureña, en el módulo de seguridad máxima.
Tal como me dijeron los nueve representantes de Barrio 18 en El Pozo, el otro penal, hay alguien sobre sus cabezas. Hoy busco a ese alguien. Se llama Nahum Medina y es el eslabón más alto en la estructura de Barrio 18 en Honduras. Su nombre en la pandilla es “Tacoma”.
Si Barrio 18 es una cárcel dentro de una cárcel, el carcelero de Desafío se llama Tacoma.
Una veintena de guardias armados me rodean y acompañan. Es un recinto subterráneo con suelo de cemento y totalmente techado, con celdas a ambos lados. Tiene dos pisos idénticos unidos por sólidas escaleras metálicas. Las celdas no tienen barrotes. Son gruesas puertas de acero con una ventanilla para ingresar la bandeja de comida. Por esa ventanilla los internos pueden sacar la cabeza y un brazo, si no son muy robustos.
Decenas de esos medios cuerpos me ven, me siguen con la mirada, pero no dicen nada. Los guardias me hacen subir al segundo piso. Y ahí veo los mismos brazos y cabezas por fuera de las celdas. Decenas de ojos tristes me examinan. La mayoría tiene más de una década de estar presos y algunos cargan con condenas de hasta 300 años.
Otro grupo de unos ocho custodios, todos encapuchados, sacan de su celda a Tacoma. Parece diez años más viejo que la última vez que lo entrevisté, en 2019. Camina esposado de pies y manos, y el pelotón de guardias se crispa al verlo salir. Guarda aún ese aire de gánster viejo y arrogante; le cuelga del pecho una cadena de oro y su anillo con el 18 grabado.
Hay tanto silencio que se escucha el rechinar de las botas de los custodios contra el cemento alisado. Tacoma me reconoce y no es raro, creo que soy el único periodista que lo ha visitado en estos años.
Él recuerda con aterradora precisión nuestra última conversación y me dice: “De cosas internas de la pandilla, desde ya te digo que no vamos a platicar esta vez”.
Cuando le pregunto su opinión sobre la posibilidad de abrir una puerta en su pandilla para los desertores, se trasforma. Me amenaza con las manos esposadas: “¡Hey, Juan! Te dije que de eso no vamos a hablar. ¿Qué te pasa?”, dice, mientras sacude su dedo sobre mi cara.
Mientras tanto, los custodios se alertan y ponen las manos en sus bastones.
Los medios cuerpos abren la boca y me avientan sus miradas. Atónitos, violentos.
“Eso nunca va a pasar. Nunca. La pandilla es para toda la vida. Eso nunca lo vamos a permitir”, reafirma Tacoma, con el tono más alto que puede, para que le escuchen hasta el fondo.
Entonces me queda claro. Viéndolo en ese escenario, escuchándolo gritar frente a la plana alta de su organización, que se sale como puede de las celdas para escucharle su arenga furibunda, me doy cuenta de que Tacoma nunca abrirá esa puerta.
Él también está encerrado dentro de Barrio 18.
Fugarse de una celda dentro de la cárcel
Cuando Desafío llegó a la cárcel, ya se le había esfumado toda la idea romántica sobre su pandilla. Barrio 18 pasó a ser su verdadera celda.
Cada día debía seguir unas normas, caminar de cierta forma, no decir una larga lista de palabras que la pandilla considera prohibidas, no usar cierto tipo de color y vivir constantemente bajo el escrutinio de esos nueve hombres con quienes hablé en mayo de 2022.
La idea de estos líderes es mantener a sus huestes en constante estado de paranoia. Es una especia de lógica panóptica, en donde todos son potenciales traidores y delatores. Por eso deben cada día demostrar su lealtad mientras son acechados por la posibilidad de perder la vida por un error. En este sistema, naturalmente, nadie quiere cometer errores.
Uno de los puntos más críticos es que estando en la cárcel los pandilleros mantienen sus responsabilidades. Se siguen haciendo cargo de su sector. Desafío debía garantizar que su remplazo mantuviera ese flujo de dinero hacia la pandilla. Debía estar en comunicación con sus subalternos a diario, a través de los teléfonos clandestinos que la pandilla tiene dentro, y en general, seguir encargándose de la rentabilidad del sector de Tegucigalpa que le fue asignado.
Los líderes no son ingenuos. La pandilla sabe que muchos de sus colmillos ya no quieren pertenecer al animal. Pero sabe también que dejarles ir no es opción. Esos colmillos podrían voltearse y hacer daño a la bestia. Así que los presiona, los mantiene en constante trabajo y los hace desconfiar unos de otros. Es muy difícil iniciar una revolución en estas condiciones.
“Si uno va a ir a la enfermería, ellos ponen a una persona o dos que vaya encachado [esposado] con uno, para que uno no se vaya a quedar en la enfermería y regrese al módulo 5”, dice, refiriéndose al lugar donde cumplen su sentencia los miembros de Barrio 18. “Si uno va a hablar por el teléfono público del penal, tiene que tener cuidado porque siempre ponen gente que esté pendiente, a ver qué habla uno”, dice Desafío.
Si ya en la calle Desafío había considerado la idea de desertar de Barrio 18, acá se le iba volviendo casi una necesidad. Esta organización representaba casi todas las cosas que no le gustaban de la vida.
Pero antes de hacerlo, desde la cárcel, Desafío habló con su familia. Les dijo que se fueran del barrio donde vivían porque él desertaría. Su esposa le pidió que no lo hiciera. Sabía que Barrio 18 no es un credo que se deja abandonar fácilmente.
“No amor, no lo hagas, no te vayas a salir, no quiero que me maten a mí, y el niño va a quedar rodando”, le dijo ella.
Él le respondió que ya no aguantaba más: “me voy a salir y que sea lo que Dios quiera, ya no quiero servirle a Satanás”.
Poco tiempo después, la tibieza de Desafío fue percibida por los nueve líderes. Se reunieron y le decretaron la muerte. Pero otro pandillero se lo contó a Desafío y este no tuvo más alternativa que empezar a planificar su fuga.
“Le pedí a mi mujer que hablara a la policía y explicara que me iban a matar en el sector 5. Los policías llegaban, pero solo nos enumeraban, veían que estuviéramos completos, y nunca me llamaban por mi nombre, y así es imposible escaparse”, dice.
Desesperado, Desafío decidió correr.
“En una de esas que llegó la policía a hacer un conteo, y cuando ya se iban, salí corriendo del sector y corrí por el patio, hacia los policías y detrás mío salieron cuatro dieciocheros y me agarraron, pero luché, y logré que no me agarraran”, relata.
Mientras tanto, los policías apuntaban al grupo que peleaba. Los cuatro dieciocheros querían meterlo al sector 5, y Desafío peleaba por llegar hasta los policías.
“Si me metían al sector 5, ahí mismo me iban a matar. Te ahorcan con una soga y te enrollan, pura pelota, luego te tiran a los barriles de basura”, asegura.
Cuando los cuatro pandilleros estaban ganando la pelea, los policías llegaron y los encañonaron a todos. Uno de ellos esposó a Desafío y empezó a conducirlo hacia el sector 5, hacia la muerte. Así lo confirmó el jefe de custodios, quien vio la lucha como espectador privilegiado, a menos de cinco metros.
Mientras tanto, adentro, los pandilleros gritaban y mecían las puertas de sus celdas. Eran un molino esperando moler.
“Si me van a meter ahí, mejor mátenme acá”, les dijo. Pero los policías no hicieron caso y lo siguieron arrastrando, hasta que llegaron el jefe de custodios y el director del penal. Ellos escucharon sus ruegos y se lo llevaron lejos del sector 5.
“Ningún director quiere muertos en su penal; después ellos tienen que dar explicaciones”, señala Desafío.
Lo logró. Y así fue como, esposado y desfigurado por la pelea, logró su libertad de la pandilla.
Ahora vive en un área pestilente y mal acomodada conocida como “talleres”. Ahí se debían impartir talleres de carpintería y se les enseñaría a los reos a trabajar el metal. Pero la cárcel está sobrepoblada y ningún director, ni el actual ni los anteriores, y seguramente tampoco los futuros, se atreven a poner sierras eléctricas y varillas de acero en manos de estos reos. Así que se usan como celdas.
En el área de talleres viven al menos nueve hombres como parias. Incluso para la administración del centro son un problema, ya que rompen las rutinas diarias. Son reos a los que todos los quieren matar, y su cuidado implica labores extra, no presupuestadas.
Sin embargo, Desafío habla de esta nueva vida como un espacio infinito de libertad plena.
Dice que nunca había sido tan libre. A mí me suena extraño que lo diga alguien esposado de pies y manos, con menos de tres metros cuadrados para desarrollar la vida. Pero qué sabe un charco sobre el mar.
Por primera vez, desde los 10 años, tiene ahora 29, Desafío no es más un reo de Barrio 18.